sábado, 31 de octubre de 2020

Pueblo Maldito


31 de Octubre de 2013.

Un pueblo a las afueras de Madrid


Amanecía en la sierra madrileña. Los rayos de sol trataban de abrirse paso sin éxito entre el espeso manto de niebla que cubría aquel pequeño rincón. El frío era intenso, siempre lo era. El cielo estaba completamente cubierto de nubes. Hacía semanas que no veían al dios dorado. Desde hacía años, aquello era algo habitual. Siempre las nubes y el intenso frío se habían adueñado del lugar, así como la niebla casi opaca e inamovible. Los lugareños no habían tenido más remedio que aceptarlo y acostumbrarse a convivir con ello.

Aquel día era una fecha señalada en los calendarios de todo el mundo. Era la noche de Halloween y, en los últimos años, había adquirido una enorme fama en todo el planeta. Los niños, y muchos adultos, se disfrazarían, adornarían sus casas y disfrutarían de la fiesta. Sin embargo, en aquel enclave escondido a unos kilómetros de la capital, no se celebraba. Desde hacía años nadie se atrevía.


Nicolás salió de su casa en dirección al colegio. Se despidió de su madre, quién, desde la puerta de su casa, no quitó ojo a su hijo hasta que desapareció de su vista al final de la calle. Era un niño muy tímido, apenas tenía un amigo. Se trataba de Julián, un chico pelirrojo lleno de pecas y muy charlatán. No era habitual que siendo tan distintos fueran inseparables, pero habían jugado juntos en el pueblo desde que apenas habían empezado a caminar y esa amistad se mantenía a pesar del paso de los años. El risueño pelirrojo le estaba esperando como cada mañana bajo el sauce que presidía la plaza del pueblo.

–¡Hola Nicolás! –saludó con efusividad a su peculiar amigo nada más verle– ¿Te ha dicho algo tu madre de que no celebres Halloween?

–No le ha hecho falta –respondió Nicolás, un niño con bastantes kilos de más y unas gafas de pasta que lo dotaban de un aspecto igual de peculiar o más que el de su amigo– Todos saben que ya nadie lo celebra en el pueblo.

–Es un rollo. Es la noche más increíble del año. No es justo que no podamos celebrarla –maldecía Julián mientras caminaban hacia el colegio– Ha pasado mucho tiempo. Ya deberíamos dejar de tener miedo y disfrutar de la noche de hoy.

–¿Te has vuelto loco? Sabes de sobra lo que pasaría. No se tú, pero yo no tengo intención de morir hoy –sin darle tiempo a su amigo para responder, Nicolás aceleró el paso, dando por concluida la discusión.


Ambos amigos tenían trece años y eran objeto de burla en el humilde instituto. Pese a que era el único en aquel pequeño pueblo y que no había demasiados niños ni jóvenes, en todos siempre hay un grupo de chicos problemáticos cuyo único objetivo era meterse con los más marginados y solitarios. Aquel último día de clase del mes de octubre no iba a ser menos.

Las clases habían transcurrido con total normalidad. Ninguno de los profesores había hecho mención alguna al día en el que se encontraban. En el instituto no se veía ni un solo adorno y por supuesto, nadie se había atrevido a disfrazarse. Nadie lo decía, pero la palabra Halloween era tabú en aquel lugar. Sin embargo, el grupo de malotes había estado hablando casi entre susurros sobre el tema. En el tiempo de descanso, los inseparables amigos los habían oído casi sin querer. Pretendían organizar una fiesta y disfrazarse aquella noche.

–¿Has oído a ese estúpido de Sergio y su banda de perritos falderos? –preguntó Julián a su amigo mientras salían por la puerta de instituto al termino de las clases.

–¡Calla, que te van a oír! –Nicolás trató de que su amigo cerrara la boca. Era evidente el miedo que tenía a aquel grupo de abusones– Como te oigan nos van a dar una paliza.

–Ojala se atrevan a disfrazarse esos tontos. Todos morirán si lo hacen –una sonrisa surgió en sus labios, cansado de aquellos bravucones.

Ni Nicolás ni su pelirrojo amigo se percataron de que el grupo de malotes se había aproximado de forma silenciosa por detrás de ellos. Cuando llegaron a su altura, gritaron “mirad todos” y les bajaron los pantalones al mismo tiempo a ambos. Estos se quedaron paralizados mientras todos los allí presentes los miraban y se reían de ellos sin parar. Pasados unos segundos, que a ambos jóvenes se les hizo eterno, se subieron los pantalones y se fueron corriendo hacia sus casas rabiosos de vergüenza.


Apenas eran las seis de la tarde y las calles del pueblo estaban completamente desiertas. No se veía ni un alma y todas las casas parecían estar cerradas a cal y canto. La oscuridad se había adueñado del lugar y la niebla, que parecía perpetua, era aún más espesa si era posible. Nadie se atrevía a poner un pie fuera de su casa en aquel día, mucho menos llevar a cabo celebración alguna. Si algún niño osaba sugerirlo, inmediatamente era reprimido y castigado por sus padres. Había un miedo latente que desde hacía años y se había apoderado de toda la población.

Nicolás se encontraba en su habitación, iluminado tan solo con una tenue luz que le proporcionaba la lámpara de su mesilla de noche. Sus padres le habían mandado a la cama muy temprano, como era habitual en la noche de Halloween. Era muy aficionado a la lectura, y pese a su edad, estaba leyendo un libro de Stephen King. Adoraba el género de terror. De pronto, la pantalla de su teléfono móvil se encendió. Tenía el móvil silenciado y comprobó que su amigo Julián le estaba llamando. Marcó por la página que iba y descolgó.

–¿Qué pasa pecas? –era el apodo cariñoso con el que Nicolás llamaba alguna vez a su amigo– ¿Todo bien?

–Mis padres y mi hermana ya se fueron a la cama y me aburro en mi cuarto tan temprano. ¿Tú que haces?

–Mis padres también se fueron a la cama. Ya sabes, hoy todos muy temprano a dormir. Nadie se atreve a salir esta noche.

–Esos capullos de la banda de Sergio sí. Escuché como hablaban de ir esta noche a la casa abandonada.

–¿A a la vieja casa de los Garrido? –Nicolás no pudo evitar que un escalofrío recorriera todo su cuerpo al pensar en aquel lugar– Están locos. No se atreverán. Saben muy bien lo que les pasará si se atreven a ir allí.

–Si que lo harán, no seas iluso. Ya conoces lo fanfarrón que es Sergio. Ha retado a todos a ir a media noche disfrazados y pasar allí la noche para que todo el pueblo vea que lo que se dice sobre esa casa no son más que tonterías y que él es el más valiente.

–Pero saben que los …

–Vayamos nosotros disfrazados y les damos un susto –interrumpió Julián a su amigo– ¿Qué me dices Nicolás?

–Te has vuelto loco o qué. Ni de coña voy yo a ese maldito lugar –su voz desprendía un miedo atroz a aquella casa abandonada.

–Estoy harto de que se metan con nosotros y que nos peguen continuamente –Julián mostraba un odio profundo hacia aquellos abusones– ¿Tú no?

–Claro que estoy harto de ellos –se detuvo unos instantes a pensar– Se merecen probar de su propia medicina.

–Pues vamos a joder a esos cabrones –alzó la voz el pecas lleno de rabia– Nos disfrazaremos e iremos a darles un susto de muerte a esos chulitos.

–Está bien. Quedamos a media noche bajo el sauce. Entraremos disfrazados en la casa cuando ellos ya estén allí y haremos que se caguen de miedo.

Rieron un buen rato pensando en las caras de susto que pondrían aquellos malnacidos. Finalmente colgaron y se prepararon para la noche de Halloween.


Noche de Halloween


Nicolás había esperado a que sus padres estuvieran profundamente dormidos para ponerse el disfraz y salir por la puerta trasera de la cocina. Nada más poner un pie en la calle, observó con detenimiento en todas direcciones. Trataba de asegurarse de que nadie lo veía. Caminaba a buen ritmo hacia la plaza del pueblo donde probablemente ya estuviera esperándole su amigo “pecas”. Había sido muy valiente por teléfono, pero ahora sentía el miedo recorriendo todo su cuerpo. Apenas tardó unos breves minutos en llegar, comprobando desde lejos que Julián le esperaba transformado en Freddy Krueger.

–Ya pensaba que te habías rajado –recibió Julián a su amigo Nicolás, nervioso por la tardanza de este– Bueno esta noche te llamaré Michael Myers ya que vas disfrazado de él.

–Encontré la careta en el trastero y le cogí prestado uno de los monos de trabajo a mi padre. Como se entere me mata.

–¡Hostias! ¿Es de verdad el cuchillo? –preguntó Julián al ver brillar el filo del cuchillo de cocina que portaba Nicolás en su mano derecha.

–No encontraba ninguno entre todos los trastos y lo cogí prestado de la cocina. Ya puedo tener cuidado de que no se de cuenta mi madre. ¿Nos vamos ya o que?

Los dos jóvenes emprendieron el rumbo hacia la casa abandonada. Las calles estaban desiertas, ni siquiera los animales se atrevían a salir aquella noche. La niebla estaba muy baja y aún era más espesa de lo que había sido durante el día, impidiendo ver más allá de unos escasos pasos. El silencio era realmente inquietante, como si el pueblo hubiera entrado en una burbuja hermética donde impedía que pasara sonido alguno. La luna no había hecho acto de presencia aún y la oscuridad se podía palpar con las manos. Ambos se definían a sí mismos como frikis del terror, pero en aquel preciso momento, se arrepentían de haber tomado aquella decisión.

Caminaban en máxima alerta, atentos a todo lo que sucedía a su alrededor, con sus sentidos pendientes de cualquier sonido que pudiera surgir en aquella siniestra oscuridad. A pesar de que la casa, que casi se podía definir como mansión debido a su imponente tamaño, se encontraba situada al final del pueblo, apenas tardaron unos minutos en llegar. La contemplaron unos instantes, situados frente a ella con los bellos de punta. De pronto, ambos vieron por el rabillo del ojo moverse algo junto a ellos. Se giraron de un salto y situándose uno junto al otro en actitud defensiva. Sorprendidos y con el corazón a punto de salirse de su pecho, observaron a una tímida niña de tez muy pálida y ojos azules como el cielo. Apenas tendría los diez años e iba vestidas con una especie de camisón blanco.

–¡Mierda! –exclamó ahogando un grito Julián, que aquella noche se hacía llamar Freddy– Nos has dado un susto de muerte. ¿Quién eres tú? No te conocemos del pueblo.

–Perdonad que os haya asustado –la niña esbozó una sonrisa preciosa–. Me llamo Alba y soy nueva en este lugar. Llegué ayer con mis padres desde la gran ciudad.

–¿Mudaros aquí? ¿Os habéis vuelto locos? –preguntó muy sorprendido ya que hacía años que al pueblo no venía nadie, más bien la gente se iba.

–¿De que vas disfrazada? –preguntó un curioso Nicolás

–De fantasma –rió avergonzada la hermosa niña–. ¿Dónde está la gente? ¿Aquí los niños no celebran Halloween? Sois los primeros que me encuentro desde que salí de casa.

–¿No te sabes la historia? –preguntó Nicolás incrédulo.

–Hace años que ni se celebra ni nada. Ni siquiera se atreven a nombrarlo –intervino Freddy poniéndose serio.

–¿Y eso por qué? Con lo bonito que es Halloween y lo bien que nos lo pasamos.

–Hace muchos años, un niño de seis años llamado Andrés Garrido, se había disfrazado para celebrar tal día como hoy. Se disponía a regresar a su casa a media noche para disfrutar del botín recaudado cuando a escasos metros de su casa, un grupo de desalmados lo interceptaron. Abusaron de él y lo golpearon durante horas hasta que ya no pudo más y falleció. Su cuerpo fue encontrado por sus padres horas después en el jardín trasero de su propia casa.

–Pobrecito. Que horror –la niña tuvo que contener las lágrimas ante tal terrible suceso.

–Aquel niño maldijo al pueblo para siempre –Julián continuaba contando la historia de su pueblo–. Desde entonces nadie se atreve a celebrar dicha fecha.

–Dicen que su espíritu habita en este lugar y mata a todo aquel que se atreve a celebrar Halloween –añadió Nicolás

–Pero eso no puede ser verdad. ¿Cómo va un niño muerto a maldecir y condenar a un pueblo? –la niña mostraba su total incredulidad– ¿Y entonces por qué estáis vosotros aquí disfrazados?

–Vamos a darles un susto a unos capullos –Julián señaló la casa abandonada–. Ahí es donde vivía Andrés, por cierto.

–¿Quieres acompañarnos? –preguntó Nicolás a la niña de ojos azules.

–No creo que debamos entrar ahí chicos –les instó la niña a que reflexionaran sobre su plan.

–No seas miedica. A ver si te atreves –retó un Julián crecido vestido de Freddy.

El grupo de Sergio a la media noche se había colado sin miramiento alguno en la casa abandonada de los Garrido. No les había costado demasiado. Tan solo habían tenido que forzar la puerta trasera para acceder a ella. Desde el fallecimiento de Andrés, no se había vuelto a ver a nadie habitar aquel lugar. Sin mostrar ningún respeto y con un estado de excitación máximo, pusieron en funcionamiento la música que habían llevado y habían dado rienda suelta a la bebida y el descontrol en aquel lugar prohibido.

Los inseparables amigos, acompañados de su extraña niña de blanco, utilizaron la misma puerta de acceso para entrar en el enorme caserón desvencijado por el abandono y el olvido por el paso de los años. Ellos sin embargo, lejos del regocijo, se adentraron con enorme cautela y respeto por aquel punto de la sierra madrileña mancillado sin pudor. De inmediato, y nada más entrar, pudieron oír con claridad el rock a todo volumen que inundaba cada estancia y cada rincón. Los dos jóvenes de trece años avanzaban juntos y temerosos en medio de la oscuridad y del dolor que sin duda alguna, abrazaba toda la estancia.

Llegaron a lo que parecía el salón principal de aquella enorme casa custodiada por los árboles que con el paso de los años, habían abrazado cada pared con intención de proteger un lugar señalado por todos los habitantes del pueblo. Se apostaron con sigilo junto a la puerta y utilizaron las sombras para evitar ser vistos. De inmediato observaron a Sergio bailando y cantando en compañía de varios de sus inseparables amigos. El grupo de malotes había encendido una hoguera en el centro del salón para dar luz a la estancia. Bebía cerveza sin parar a pesar de su edad. Iba disfrazado de algo parecido a un demonio, con rabo y cuernos incluido. Sus secuaces, vestían todos con el típico esqueleto dibujado sobre el fondo negro. Tuvieron que aguantar las ganas de reír a carcajadas. Nicolás dirigió la mirada hacia atrás con la intención de ver si su nueva amiga tenía el mismo miedo que atenazaba a ellos dos. Desconcertado se percató de que aquella extraña niña no estaba junto a ellos. Desconocía donde se había metido, pero lo cierto es que se había esfumado dejándoles solos en el interior de aquella casa llena de odio y resentimiento.

De pronto, Julián o Freddy como era aquella noche, emitió un grito al ver, sobre una de las escaleras que daban acceso al piso superior, la sombra completamente negra de un niño con los ojos rojos como el mismísimo infierno. Lo observaba impasible, emitiendo unos gritos ensordecedores que daba la impresión que tan solo podía oír el propio Julián. Trataron de huir presos del pánico que los impulsaba a correr y no mirar atrás de aquel lugar al que nunca debieron ir, pero de pronto, alguien los agarró por el brazo.

–Mira que par de pichones acabo de encontrar espiándonos Sergio –uno de los esqueletos había acercado a Nicolás y su amigo frente a su jefe y los había arrojado al suelo.

–Vaya, vaya. ¿Y qué coño hacéis en mi fiesta? ¿Quién os ha invitado nenazas? –Sergio los increpaba a un palmo de sus rostros, los cuales sudaban terror por cada uno de sus poros.

–¡No te tenemos miedo capullo! –Julián desafió a su acosador a la cara.

–Mirad chicos, bebe Freddy se nos ha rebelado –soltó una terrible carcajada, justo antes de propinarle una terrible patada en el estómago, que provocó que Julián cayera doblado sobre si mismo retorciéndose de dolor– Y tú, piensas pincharme con ese pinchito –se dirigió a Nicolás mientras señalaba su cuchillo.

De pronto, la gran hoguera que habían prendido para iluminar la casa se apagó dejando tan solo un hilo de humo extinto, sumiendo el lugar en la absoluta oscuridad. Todos los allí presentes guardaron silencio, rodeados de una calma tensa que se apoderó del ambiente. Acto seguido, la televisión se encendió sola pese a no haber suministro de luz en toda la casa, y en su pantalla, apareció la cara de un niño cuyas facciones estaban difuminadas. Tan solo se contemplaba oscuridad y unos ojos rojo muy intenso. Todos se mantenían estáticos a duras penas, haciendo verdaderos esfuerzos por no salir corriendo presos del pánico. Aquel siniestro rostro infantil comenzó a hablar de forma ensordecedora en un algún idioma totalmente desconocido y que penetraba en sus mentes como un taladro. Sin tiempo para reaccionar, el cuchillo de cocina que portaba Nicolás salió volando de su mano derecha y se clavó con fuerza en la frente de Sergio, quien cayó inerte sobre la moqueta del salón. Varios de los amigos, horrorizados, echaron a correr. Unos escaleras arriba y otros en dirección a la puerta de salida. Como si un vendaval las hubiera impulsado, todas se cerraron de golpe, dejando aquellos insensatos presos en el interior. Una mano invisible lanzó por los aires a los esqueletos que trataban de subir al piso de arriba. Los otros, parecían estar siendo estrangulados por una fuerza oculta. Los inseparables amigos, se habían abrazado atenazados por el terror que bloqueaba todo su cuerpo, y contemplaban con horror como uno a uno fueron cayendo todos los integrantes del grupo de abusones.

Un niño de escaso tamaño comenzó acercarse hacia ellos. No se desplazaba de forma normal, parecía flotar sobre el suelo. Su cuerpo era oscuro como la noche y tan solo se podían distinguir dos ojos rojos como el mismísimo sol. Se detuvo a unos escasos pasos de los dos chavales, cada vez más aterrorizados.

–¡Por favor no nos hagas daño! –suplicó Julián entre sollozos.

–Tan solo queríamos darle su merecido a esos fanfarrones –añadió Nicolás, tratando de mantener la calma– Jamás habíamos entrado en esta casa y no lo volveremos hacer. Te prometo que nos iremos y no le diremos a nadie nada Andrés.

La siniestra sombra del niño lo observó con detenimiento unos instantes. Una voz que parecía proceder de todos los sitios al mismo tiempo y de ninguno, se adentró en el interior de las cabezas de los chicos.

Habéis osado profanar mi casa y celebrar la noche prohibida. Pagaréis por ello como yo lo hice y seréis condenados eternamente. Desde este momento, me ayudaréis a que nadie en este pueblo maldito disfrute del día de Halloween.


A la mañana siguiente


El pueblo maldito situado en la sierra de Madrid amaneció con la noticia de la aparición de seis chicos del instituto colgados en el jardín de la casa abandonada, así como de Sergio asesinado de forma violenta. Nadie en el lugar se atrevió a decir nada y mucho menos a nombrar a Andrés. Los años siguieron pasando y ningún lugareño celebró jamás la noche de Halloween. Las casas se fueron vaciando, las familias marchando y la niebla perpetua cubriendo un cielo donde nunca lucía el sol, convirtiendo el pequeño enclave en un pueblo fantasma.

Nicolás y Julián jamás se les volvió a ver después de aquella noche. Cuentan las leyendas, que en la noche de Halloween, una niña de ojos azules vestida con un camisón blanco sigue paseando por las calles del pueblo disfrazada de fantasma.


lunes, 17 de junio de 2019

El Renacer


Había sido arrancada de los brazos de sus padres hacía mucho tiempo. La habían arrojado en aquel agujero y desde entonces solo había contemplado la absoluta oscuridad.

Perdida toda esperanza, en un descuido de sus captores, había logrado terminar con ellos con increíble rapidez. Con gran celeridad, atravesó el pasillo que conducía hacia la calle. Cuando salió al exterior, el sol abrasador la hizo frenar en seco. Desconcertada, su cuerpo comenzó a echar humo y a sufrir un dolor insoportable. Regresó de inmediato al interior de la casa. Horrorizada, contempló en el espejo de la entrada que no se reflejaba.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Línea de Sangre


Varios hombres quitaron la bolsa de tela que cubría la cabeza de aquel hombre de tez morena y mirada llena de terror. Se encontraba atado a una silla situada en el centro de un cuarto oscuro y húmedo. Su rostro estaba lleno de moratones y heridas de diversa índole, así como el resto de su cuerpo, que mostraba el resultado de un interminable castigo.

El señor Costello, no pensaba consentir semejante falta de respeto de ninguno de sus trabajadores. Sin opción de que emitiera palabra alguna, alzó su beretta y la apoyó sobre la frente del hombre maniatado. Ante la atenta mirada de Angelo, su hijo de seis años, efectuó un disparo seco que hizo saltar sangre y masa encefálica por toda la estancia. El pequeño esbozó una terrible sonrisa al contemplar el cuerpo sin vida.

Unos días más tarde

Esbozando una sonrisa inquietante, se apresuró a esconder el cuchillo ensangrentado. Entre sus peluches y muñecos estaría a buen recaudo.

    • ¿Estás listo hijo? - preguntó la madre que entró en su cuarto en aquel momento – Es hora de ir al entierro de tu padre.
    • Voy mama – contestó Angelo cambiando su semblante por uno más triste.

viernes, 12 de mayo de 2017

Almas Perdidas

La lluvia continuaba cayendo de forma constante sobre las calles de Madrid. A pesar de encontrarse en pleno mes de mayo, el frío y la oscuridad se habían instalado en la ciudad, y no parecía tener intención de marcharse. El inspector Rubiera había pasado la noche en comisaría, tratando de encontrar alguna pista que le llevara a resolver el caso en el que se encontraba inmerso y que de tantas horas de sueño le estaba privando. Rebuscaba con insistencia entre la marea interminable de papeles que se amontonaban sobre su mesa, cuando la subinspectora Cuerva se presentaba ante él con dos cafés en sus manos, ofreciéndole uno de ellos. El inspector había perdido la cuenta del número de cafés que había ingerido en las últimas horas, pero igualmente lo aceptó de muy buen agrado.

  • Buenos días jefe – Saludó la subinspectora con rostro animado. He supuesto que no hizo caso de mis consejos de irse a descansar a su casa, por lo que le traigo un reconstituyente.
  • Gracias Andrea, me vendrá bien algo de cafeína – respondió el inspector.
  • ¿Algún avance en el caso? Preguntó la subinspectora, esperanzada en una respuesta positiva por parte de su jefe.
  • Nada, es como si esos niños se hubieran esfumado.

Ya eran diez el número de niños desaparecidos en los últimos meses en la capital. No había pista alguna sobre su paradero ni sobre quién podría ser el autor de dichos secuestros. No había pista alguna sobre la que poder investigar, sólo quedaba esperar una nueva desaparición y que surgiera algún detalle que poder investigar. La ciudad se encontraba aterrorizada y en sus calles se podía palpar el miedo. La policía se encontraba desesperada y sin saber por qué camino continuar.

  • Perdone señor – interrumpió un agente entrando en el despacho del comisario Rubiera. Nos acaban de informar de que ha desaparecido otro niño.
  • Gracias agente, prepare a los demás, nos dirigimos hacia allá – contestó el comisario.

Cogieron todo lo necesario, montaron en sus coches y pusieron rumbo hacia el lugar del suceso. El niño había desaparecido en el céntrico barrio de gran vía. El trayecto fue muy corto y las caras de tensión y preocupación de todos los agentes y, en especial, del inspector Rubiera, eran más que evidentes. Detuvieron sus coches a la altura del teatro Gran Vía, donde la calle permanecía cortada y el número de vehículos de policía era considerable.

Nada más bajarse del coche, el inspector Carlos Rubiera fue acosado por una maraña de periodistas deseosos de saber si el niño desaparecido era uno más de la ola de desapariciones que azotaban la ciudad. Sin responder a ninguna de sus preguntas y escoltado por sus compañeros, consiguió con dificultad alcanzar el interior del teatro. Tras interrogar a los diversos testigos del lugar, ninguno parecía haber visto por donde había podido irse el pequeño de apenas seis años, ni tampoco a ninguna persona extraña que pudiera habérselo llevado. Al parecer, el niño se encontraba de excursión con sus compañeros de clase, y en medio de todos aquellos niños y profesores, nadie había sido capaz de ver como alguien se llevaba al pequeño.

La policía científica había peinado el lugar en busca de algo que les pusiera en el camino correcto para poner fin aquellas desapariciones, pero nuevamente no obtuvieron resultado alguno. De nuevo parecía haberse esfumado el joven de seis años en medio de aquella muchedumbre. Una vez más, los agentes se encontraban desconcertados y angustiados ante la enrome falta de pistas, y la ausencia de sospechoso alguno. Sin embargo, cuando el pesimismo reinaba entre los agentes, uno de los niño que acompañaba al desaparecido, se acercó a la subinspectora Cuerva, asegurando que había visto al chico en compañía de un hombre de traje oscuro. El chico no había podido ver la cara del extraño ni nada que lo caracterizara salvo dicho traje. Lo que si había acertado a ver, era que ambos habían entrado en el baño del teatro.

Una vez terminó de hablar con el joven, Andrea se dirigió hacia el baño por el que había visto por última vez al niño en compañía del hombre trajeado. Nada más entrar en él, se percató de que la ventana estaba abierta y, al aproximarse a ella, observó un trozo de tela oscura desgarrada y enganchada en dicha ventana. En el suelo, pudo observar varias gotas de sangre.

Los equipos de la científica trabajaron sin descanso en la recogida de muestras para analizar para tratar de obtener los resultados lo más rápido rápido posible. Tras un periodo de tiempo que resultó interminable, los resultados obtenidos confirmaban que la sangre pertenecía a Sergio, el niño desaparecido, y que el trozo de tela pertenecía a un traje muy poco habitual. Dicho traje solo se hacían a medida en el histórico barrio del Madrid de los Austrias. Sin tiempo que perder, pusieron rumbo hacia la tienda donde se fabricaban dichos trajes.

Nada más llegar al lugar, Carlos y Andrea se percataron de que el establecimiento permanecía cerrado pese a que era una hora de la tarde en la que los comercios estaban abiertos. Además, el local tenía aspecto de llevar años cerrado. El inspector se acercó al cristal con la intención de observar en su interior. Su interior estaba lleno de polvo y abandonado, pero enseguida vio una figura alta y vestida con un traje oscuro. De inmediato, el inspector Rubiera desenfundó su arma y dio la voz de alarma a sus compañeros. Estos, abrieron la puerta de una fuerte patada, pero en su interior no había absolutamente nadie. En medio de aquel local abandonado y cubierto de polvo por el paso de los años, la estancia permanecía extrañamente cálida, como si fuese habitada habitualmente.

El día había resultado muy largo y muy poco fructífero en la investigación de las desapariciones, por lo que el inspector decidió enviar a sus hombres a casa para descansar y reponer fuerzas. El día siguiente iba a ser también muy duro y necesitaba a los suyos descansados. El también decidió ir a casa para descansar y darse una ducha que le ayudara aclarar sus ideas. Pero al amanecer, el móvil de Carlos le traía muy malas noticias. Otro chico de seis años de edad había desaparecido de su domicilio en el barrio del retiro.

La subinspectora fue la primera en llegar al domicilio. El niño había desaparecido en mitad de la noche de su dormitorio. Las ventanas permanecían cerradas y ninguna de las puertas estaba forzada. El resto de la familia no había oído ruido alguno. Andrea estaba desconcertada y revisaba la habitación en busca de alguna evidencia o prueba sobre la desaparición. Al acercarse al espejo que había en uno de los armarios de la habitación, algo la sobresaltó al mirar en dicho espejo. Detrás de ella, había un hombre alto con un traje oscuro saliendo de uno de los armarios que había situado detrás de ella. Rápidamente se giró al mismo tiempo que desenfundaba su arma reglamentaria. Para su sorpresa, detrás de ella no había nadie, salvo la puerta entreabierta del armario. Presa del pánico y del miedo, fue avanzando poco a poco hacía el armario sin dejar de apuntar con su pistola. Armándose de valor, abrió por completo la puerta del armario, encontrándolo vacío y con una extraña inscripción en el suelo echa con sangre:
¡ PYRO !

Habían analizado la sangre de aquella extraña inscripción, y confirmaba que pertenecía al David, el niño desaparecido. Pero seguían sin ninguna pista por la que poder continuar investigando. Tenían doce niños desparecidos, todos de seis años de edad y todos que parecían haberse esfumado de la faz de la tierra sin dejar ni un solo rastro salvo un poco de su sangre.

Todos los medios informativos y los periódicos locales y nacionales se hacían eco de las desapariciones. La ciudad entera se encontraba sumida en el miedo, y los padres apenas dejaban salir a la calle a sus hijos. La policía se encontraba enormemente desconcertada y en punto muerto. Revisaban una y otra vez toda la documentación y las pruebas obtenidas y no conseguían ver nada que los hiciera ponerse en la pista del autor de las desapariciones. Nadie parecía ser capaz de poner rostro al extraño hombre vestido con traje oscuro. Todos recordaban su traje y su gran altura, pero nadie era capaz de recordar un rostro o algo que pudiera caracterizarlo.

El inspector Rubiera no dejaba de darle vueltas a la extraña inscripción encontrada dentro del armario del último desaparecido. Estaba convencido de que había visto esa palabra escrita en algún lugar, por lo que se puso a rebuscar en todos sus antiguos casos. Después de revisar miles de documentos y de casos, y cuando estaba perdiendo la esperanza de obtener algún resultado de aquella corazonada, encontró la palabra. Según vio el caso, lo recordó perfectamente. Se trataba de uno de sus primeros casos como inspector, hacía ya unos varios años. Un niño de seis años de edad había desaparecido en extrañas circunstancias sin volver a saberse nada de él en el barrio de Chamberí. En la antigua estación de metro de Chamberí había sido encontrada una extraña inscripción echa con la sangre del niño desaparecido y que decía exactamente lo mismo que la encontrada en el armario en el domicilio del retiro.

Siguiendo una corazonada, el inspector cogió a la subinspectora y su vehículo y emprendieron el camino hacia la antigua estación. Por el camino, el inspector le fue contando todo sobre el caso de hacía años donde había visto la extraña palabra. Andrea no estaba muy convencida de la corazonada de su jefe, pero si reconocía que no podía ser casualidad la misma palabra y la misma edad del niño desaparecido.

Llegaron a la antigua estación, hoy día convertida en museo, bien entrada la noche. Lógicamente se encontraba cerrada al público, pero sin pensárselo dos veces y sin intención alguna de solicitar una orden, forzaron la entrada y se adentraron en las oscuras profundidades de la capital. El interior estaba muy oscuro, por lo que no tardaron en sacar sus linternas. Todo el recinto parecía tranquilo y vacío, pero apenas pasados unos minutos en su interior, un fuerte ruido los puso en tensión. Ambos desenfundaron sus armas al mismo tiempo, y apuntaron en dirección hacia uno de los túneles desde donde había procedido el fuerte golpe. Sumidos en el miedo y la oscuridad, ambos pistola en mano se dispusieron a entrar en dicho túnel.

Caminaban con gran precaución, la oscuridad era casi total y tan solo el haz de luz de sus linternas les permití ver a medida que iban avanzando. La tranquilidad era extraña y el silencio producía gran intranquilidad en los agentes. Habían caminado unos minutos que les habían resultado interminables, cuando el inspector Rubiera vislumbró con su linterna la silueta de un hombre de gran altura. Sin pensarlo dos veces, disparó hacia él varias veces, al mismo tiempo que continuaba avanzando hacia él. Pero cuando terminó de disparar, contempló como no había nadie.

Sin tiempo para nada, un gran grito femenino procedente de sus espaldas, volvió alterar al inspector, que nuevamente empuñó su arma y se giró en redondo hacia sus espaldas. Sin poder salir de su asombro, la subinspectora Cuerva no se encontraba ni junto a él ni detrás de él. Gritó su nombre sin parar y busco con su linterna desesperadamente, pero no había rastro alguno de ella, como si aquel oscuro túnel la hubiera engullido.

El inspector se dejo caer sobre sus rodillas, abatido por todos los acontecimientos. Estaba hundido, desesperado por la desaparición de su compañera y por el caso que lo estaba poniendo al límite. Rozando el abandono, al alzar la vista pudo contemplar un leve resplandor en uno de los laterales del túnel. Esperando encontrar a su compañera, se puso en pie y sin dejar de apuntar con su arma, se fue en dirección hacia el lugar.

Nada más llegar hacia él, se asomó con cautela y observó en todas las direcciones. Parecía una especie de habitación. Aquello puso aún más nervioso a Carlos, en medio de aquel túnel una habitación no era algo muy normal. Contó hasta diez y entró en dicha estancia apuntando con la pistola y gritando ! ALTO POLICIA !

Lo que contempló en el interior de aquella sala le hizo tambalearse, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener el equilibrio. Dejó caer los brazos, estando apunto de dejar caer su arma al suelo. Aquel lugar era una pequeña habitación iluminada únicamente por velas que formaban un enorme círculo. A los lados y dentro del círculo, se situaban trece camas sobre las que descansaban los cuerpo desnudos de trece niños. Horrorizado pudo contemplar como a todos ellos les faltaban los ojos y la lengua, y que a pesar de parecer permanecer dormidos, no presentaban signo alguno de vida. Carlos contempló horrorizado como en el suelo y en medio del siniestro círculo de velas, se encontraba la extraña inscripción grabada con sangre:

¡ PYRO !