sábado, 31 de octubre de 2020

Pueblo Maldito


31 de Octubre de 2013.

Un pueblo a las afueras de Madrid


Amanecía en la sierra madrileña. Los rayos de sol trataban de abrirse paso sin éxito entre el espeso manto de niebla que cubría aquel pequeño rincón. El frío era intenso, siempre lo era. El cielo estaba completamente cubierto de nubes. Hacía semanas que no veían al dios dorado. Desde hacía años, aquello era algo habitual. Siempre las nubes y el intenso frío se habían adueñado del lugar, así como la niebla casi opaca e inamovible. Los lugareños no habían tenido más remedio que aceptarlo y acostumbrarse a convivir con ello.

Aquel día era una fecha señalada en los calendarios de todo el mundo. Era la noche de Halloween y, en los últimos años, había adquirido una enorme fama en todo el planeta. Los niños, y muchos adultos, se disfrazarían, adornarían sus casas y disfrutarían de la fiesta. Sin embargo, en aquel enclave escondido a unos kilómetros de la capital, no se celebraba. Desde hacía años nadie se atrevía.


Nicolás salió de su casa en dirección al colegio. Se despidió de su madre, quién, desde la puerta de su casa, no quitó ojo a su hijo hasta que desapareció de su vista al final de la calle. Era un niño muy tímido, apenas tenía un amigo. Se trataba de Julián, un chico pelirrojo lleno de pecas y muy charlatán. No era habitual que siendo tan distintos fueran inseparables, pero habían jugado juntos en el pueblo desde que apenas habían empezado a caminar y esa amistad se mantenía a pesar del paso de los años. El risueño pelirrojo le estaba esperando como cada mañana bajo el sauce que presidía la plaza del pueblo.

–¡Hola Nicolás! –saludó con efusividad a su peculiar amigo nada más verle– ¿Te ha dicho algo tu madre de que no celebres Halloween?

–No le ha hecho falta –respondió Nicolás, un niño con bastantes kilos de más y unas gafas de pasta que lo dotaban de un aspecto igual de peculiar o más que el de su amigo– Todos saben que ya nadie lo celebra en el pueblo.

–Es un rollo. Es la noche más increíble del año. No es justo que no podamos celebrarla –maldecía Julián mientras caminaban hacia el colegio– Ha pasado mucho tiempo. Ya deberíamos dejar de tener miedo y disfrutar de la noche de hoy.

–¿Te has vuelto loco? Sabes de sobra lo que pasaría. No se tú, pero yo no tengo intención de morir hoy –sin darle tiempo a su amigo para responder, Nicolás aceleró el paso, dando por concluida la discusión.


Ambos amigos tenían trece años y eran objeto de burla en el humilde instituto. Pese a que era el único en aquel pequeño pueblo y que no había demasiados niños ni jóvenes, en todos siempre hay un grupo de chicos problemáticos cuyo único objetivo era meterse con los más marginados y solitarios. Aquel último día de clase del mes de octubre no iba a ser menos.

Las clases habían transcurrido con total normalidad. Ninguno de los profesores había hecho mención alguna al día en el que se encontraban. En el instituto no se veía ni un solo adorno y por supuesto, nadie se había atrevido a disfrazarse. Nadie lo decía, pero la palabra Halloween era tabú en aquel lugar. Sin embargo, el grupo de malotes había estado hablando casi entre susurros sobre el tema. En el tiempo de descanso, los inseparables amigos los habían oído casi sin querer. Pretendían organizar una fiesta y disfrazarse aquella noche.

–¿Has oído a ese estúpido de Sergio y su banda de perritos falderos? –preguntó Julián a su amigo mientras salían por la puerta de instituto al termino de las clases.

–¡Calla, que te van a oír! –Nicolás trató de que su amigo cerrara la boca. Era evidente el miedo que tenía a aquel grupo de abusones– Como te oigan nos van a dar una paliza.

–Ojala se atrevan a disfrazarse esos tontos. Todos morirán si lo hacen –una sonrisa surgió en sus labios, cansado de aquellos bravucones.

Ni Nicolás ni su pelirrojo amigo se percataron de que el grupo de malotes se había aproximado de forma silenciosa por detrás de ellos. Cuando llegaron a su altura, gritaron “mirad todos” y les bajaron los pantalones al mismo tiempo a ambos. Estos se quedaron paralizados mientras todos los allí presentes los miraban y se reían de ellos sin parar. Pasados unos segundos, que a ambos jóvenes se les hizo eterno, se subieron los pantalones y se fueron corriendo hacia sus casas rabiosos de vergüenza.


Apenas eran las seis de la tarde y las calles del pueblo estaban completamente desiertas. No se veía ni un alma y todas las casas parecían estar cerradas a cal y canto. La oscuridad se había adueñado del lugar y la niebla, que parecía perpetua, era aún más espesa si era posible. Nadie se atrevía a poner un pie fuera de su casa en aquel día, mucho menos llevar a cabo celebración alguna. Si algún niño osaba sugerirlo, inmediatamente era reprimido y castigado por sus padres. Había un miedo latente que desde hacía años y se había apoderado de toda la población.

Nicolás se encontraba en su habitación, iluminado tan solo con una tenue luz que le proporcionaba la lámpara de su mesilla de noche. Sus padres le habían mandado a la cama muy temprano, como era habitual en la noche de Halloween. Era muy aficionado a la lectura, y pese a su edad, estaba leyendo un libro de Stephen King. Adoraba el género de terror. De pronto, la pantalla de su teléfono móvil se encendió. Tenía el móvil silenciado y comprobó que su amigo Julián le estaba llamando. Marcó por la página que iba y descolgó.

–¿Qué pasa pecas? –era el apodo cariñoso con el que Nicolás llamaba alguna vez a su amigo– ¿Todo bien?

–Mis padres y mi hermana ya se fueron a la cama y me aburro en mi cuarto tan temprano. ¿Tú que haces?

–Mis padres también se fueron a la cama. Ya sabes, hoy todos muy temprano a dormir. Nadie se atreve a salir esta noche.

–Esos capullos de la banda de Sergio sí. Escuché como hablaban de ir esta noche a la casa abandonada.

–¿A a la vieja casa de los Garrido? –Nicolás no pudo evitar que un escalofrío recorriera todo su cuerpo al pensar en aquel lugar– Están locos. No se atreverán. Saben muy bien lo que les pasará si se atreven a ir allí.

–Si que lo harán, no seas iluso. Ya conoces lo fanfarrón que es Sergio. Ha retado a todos a ir a media noche disfrazados y pasar allí la noche para que todo el pueblo vea que lo que se dice sobre esa casa no son más que tonterías y que él es el más valiente.

–Pero saben que los …

–Vayamos nosotros disfrazados y les damos un susto –interrumpió Julián a su amigo– ¿Qué me dices Nicolás?

–Te has vuelto loco o qué. Ni de coña voy yo a ese maldito lugar –su voz desprendía un miedo atroz a aquella casa abandonada.

–Estoy harto de que se metan con nosotros y que nos peguen continuamente –Julián mostraba un odio profundo hacia aquellos abusones– ¿Tú no?

–Claro que estoy harto de ellos –se detuvo unos instantes a pensar– Se merecen probar de su propia medicina.

–Pues vamos a joder a esos cabrones –alzó la voz el pecas lleno de rabia– Nos disfrazaremos e iremos a darles un susto de muerte a esos chulitos.

–Está bien. Quedamos a media noche bajo el sauce. Entraremos disfrazados en la casa cuando ellos ya estén allí y haremos que se caguen de miedo.

Rieron un buen rato pensando en las caras de susto que pondrían aquellos malnacidos. Finalmente colgaron y se prepararon para la noche de Halloween.


Noche de Halloween


Nicolás había esperado a que sus padres estuvieran profundamente dormidos para ponerse el disfraz y salir por la puerta trasera de la cocina. Nada más poner un pie en la calle, observó con detenimiento en todas direcciones. Trataba de asegurarse de que nadie lo veía. Caminaba a buen ritmo hacia la plaza del pueblo donde probablemente ya estuviera esperándole su amigo “pecas”. Había sido muy valiente por teléfono, pero ahora sentía el miedo recorriendo todo su cuerpo. Apenas tardó unos breves minutos en llegar, comprobando desde lejos que Julián le esperaba transformado en Freddy Krueger.

–Ya pensaba que te habías rajado –recibió Julián a su amigo Nicolás, nervioso por la tardanza de este– Bueno esta noche te llamaré Michael Myers ya que vas disfrazado de él.

–Encontré la careta en el trastero y le cogí prestado uno de los monos de trabajo a mi padre. Como se entere me mata.

–¡Hostias! ¿Es de verdad el cuchillo? –preguntó Julián al ver brillar el filo del cuchillo de cocina que portaba Nicolás en su mano derecha.

–No encontraba ninguno entre todos los trastos y lo cogí prestado de la cocina. Ya puedo tener cuidado de que no se de cuenta mi madre. ¿Nos vamos ya o que?

Los dos jóvenes emprendieron el rumbo hacia la casa abandonada. Las calles estaban desiertas, ni siquiera los animales se atrevían a salir aquella noche. La niebla estaba muy baja y aún era más espesa de lo que había sido durante el día, impidiendo ver más allá de unos escasos pasos. El silencio era realmente inquietante, como si el pueblo hubiera entrado en una burbuja hermética donde impedía que pasara sonido alguno. La luna no había hecho acto de presencia aún y la oscuridad se podía palpar con las manos. Ambos se definían a sí mismos como frikis del terror, pero en aquel preciso momento, se arrepentían de haber tomado aquella decisión.

Caminaban en máxima alerta, atentos a todo lo que sucedía a su alrededor, con sus sentidos pendientes de cualquier sonido que pudiera surgir en aquella siniestra oscuridad. A pesar de que la casa, que casi se podía definir como mansión debido a su imponente tamaño, se encontraba situada al final del pueblo, apenas tardaron unos minutos en llegar. La contemplaron unos instantes, situados frente a ella con los bellos de punta. De pronto, ambos vieron por el rabillo del ojo moverse algo junto a ellos. Se giraron de un salto y situándose uno junto al otro en actitud defensiva. Sorprendidos y con el corazón a punto de salirse de su pecho, observaron a una tímida niña de tez muy pálida y ojos azules como el cielo. Apenas tendría los diez años e iba vestidas con una especie de camisón blanco.

–¡Mierda! –exclamó ahogando un grito Julián, que aquella noche se hacía llamar Freddy– Nos has dado un susto de muerte. ¿Quién eres tú? No te conocemos del pueblo.

–Perdonad que os haya asustado –la niña esbozó una sonrisa preciosa–. Me llamo Alba y soy nueva en este lugar. Llegué ayer con mis padres desde la gran ciudad.

–¿Mudaros aquí? ¿Os habéis vuelto locos? –preguntó muy sorprendido ya que hacía años que al pueblo no venía nadie, más bien la gente se iba.

–¿De que vas disfrazada? –preguntó un curioso Nicolás

–De fantasma –rió avergonzada la hermosa niña–. ¿Dónde está la gente? ¿Aquí los niños no celebran Halloween? Sois los primeros que me encuentro desde que salí de casa.

–¿No te sabes la historia? –preguntó Nicolás incrédulo.

–Hace años que ni se celebra ni nada. Ni siquiera se atreven a nombrarlo –intervino Freddy poniéndose serio.

–¿Y eso por qué? Con lo bonito que es Halloween y lo bien que nos lo pasamos.

–Hace muchos años, un niño de seis años llamado Andrés Garrido, se había disfrazado para celebrar tal día como hoy. Se disponía a regresar a su casa a media noche para disfrutar del botín recaudado cuando a escasos metros de su casa, un grupo de desalmados lo interceptaron. Abusaron de él y lo golpearon durante horas hasta que ya no pudo más y falleció. Su cuerpo fue encontrado por sus padres horas después en el jardín trasero de su propia casa.

–Pobrecito. Que horror –la niña tuvo que contener las lágrimas ante tal terrible suceso.

–Aquel niño maldijo al pueblo para siempre –Julián continuaba contando la historia de su pueblo–. Desde entonces nadie se atreve a celebrar dicha fecha.

–Dicen que su espíritu habita en este lugar y mata a todo aquel que se atreve a celebrar Halloween –añadió Nicolás

–Pero eso no puede ser verdad. ¿Cómo va un niño muerto a maldecir y condenar a un pueblo? –la niña mostraba su total incredulidad– ¿Y entonces por qué estáis vosotros aquí disfrazados?

–Vamos a darles un susto a unos capullos –Julián señaló la casa abandonada–. Ahí es donde vivía Andrés, por cierto.

–¿Quieres acompañarnos? –preguntó Nicolás a la niña de ojos azules.

–No creo que debamos entrar ahí chicos –les instó la niña a que reflexionaran sobre su plan.

–No seas miedica. A ver si te atreves –retó un Julián crecido vestido de Freddy.

El grupo de Sergio a la media noche se había colado sin miramiento alguno en la casa abandonada de los Garrido. No les había costado demasiado. Tan solo habían tenido que forzar la puerta trasera para acceder a ella. Desde el fallecimiento de Andrés, no se había vuelto a ver a nadie habitar aquel lugar. Sin mostrar ningún respeto y con un estado de excitación máximo, pusieron en funcionamiento la música que habían llevado y habían dado rienda suelta a la bebida y el descontrol en aquel lugar prohibido.

Los inseparables amigos, acompañados de su extraña niña de blanco, utilizaron la misma puerta de acceso para entrar en el enorme caserón desvencijado por el abandono y el olvido por el paso de los años. Ellos sin embargo, lejos del regocijo, se adentraron con enorme cautela y respeto por aquel punto de la sierra madrileña mancillado sin pudor. De inmediato, y nada más entrar, pudieron oír con claridad el rock a todo volumen que inundaba cada estancia y cada rincón. Los dos jóvenes de trece años avanzaban juntos y temerosos en medio de la oscuridad y del dolor que sin duda alguna, abrazaba toda la estancia.

Llegaron a lo que parecía el salón principal de aquella enorme casa custodiada por los árboles que con el paso de los años, habían abrazado cada pared con intención de proteger un lugar señalado por todos los habitantes del pueblo. Se apostaron con sigilo junto a la puerta y utilizaron las sombras para evitar ser vistos. De inmediato observaron a Sergio bailando y cantando en compañía de varios de sus inseparables amigos. El grupo de malotes había encendido una hoguera en el centro del salón para dar luz a la estancia. Bebía cerveza sin parar a pesar de su edad. Iba disfrazado de algo parecido a un demonio, con rabo y cuernos incluido. Sus secuaces, vestían todos con el típico esqueleto dibujado sobre el fondo negro. Tuvieron que aguantar las ganas de reír a carcajadas. Nicolás dirigió la mirada hacia atrás con la intención de ver si su nueva amiga tenía el mismo miedo que atenazaba a ellos dos. Desconcertado se percató de que aquella extraña niña no estaba junto a ellos. Desconocía donde se había metido, pero lo cierto es que se había esfumado dejándoles solos en el interior de aquella casa llena de odio y resentimiento.

De pronto, Julián o Freddy como era aquella noche, emitió un grito al ver, sobre una de las escaleras que daban acceso al piso superior, la sombra completamente negra de un niño con los ojos rojos como el mismísimo infierno. Lo observaba impasible, emitiendo unos gritos ensordecedores que daba la impresión que tan solo podía oír el propio Julián. Trataron de huir presos del pánico que los impulsaba a correr y no mirar atrás de aquel lugar al que nunca debieron ir, pero de pronto, alguien los agarró por el brazo.

–Mira que par de pichones acabo de encontrar espiándonos Sergio –uno de los esqueletos había acercado a Nicolás y su amigo frente a su jefe y los había arrojado al suelo.

–Vaya, vaya. ¿Y qué coño hacéis en mi fiesta? ¿Quién os ha invitado nenazas? –Sergio los increpaba a un palmo de sus rostros, los cuales sudaban terror por cada uno de sus poros.

–¡No te tenemos miedo capullo! –Julián desafió a su acosador a la cara.

–Mirad chicos, bebe Freddy se nos ha rebelado –soltó una terrible carcajada, justo antes de propinarle una terrible patada en el estómago, que provocó que Julián cayera doblado sobre si mismo retorciéndose de dolor– Y tú, piensas pincharme con ese pinchito –se dirigió a Nicolás mientras señalaba su cuchillo.

De pronto, la gran hoguera que habían prendido para iluminar la casa se apagó dejando tan solo un hilo de humo extinto, sumiendo el lugar en la absoluta oscuridad. Todos los allí presentes guardaron silencio, rodeados de una calma tensa que se apoderó del ambiente. Acto seguido, la televisión se encendió sola pese a no haber suministro de luz en toda la casa, y en su pantalla, apareció la cara de un niño cuyas facciones estaban difuminadas. Tan solo se contemplaba oscuridad y unos ojos rojo muy intenso. Todos se mantenían estáticos a duras penas, haciendo verdaderos esfuerzos por no salir corriendo presos del pánico. Aquel siniestro rostro infantil comenzó a hablar de forma ensordecedora en un algún idioma totalmente desconocido y que penetraba en sus mentes como un taladro. Sin tiempo para reaccionar, el cuchillo de cocina que portaba Nicolás salió volando de su mano derecha y se clavó con fuerza en la frente de Sergio, quien cayó inerte sobre la moqueta del salón. Varios de los amigos, horrorizados, echaron a correr. Unos escaleras arriba y otros en dirección a la puerta de salida. Como si un vendaval las hubiera impulsado, todas se cerraron de golpe, dejando aquellos insensatos presos en el interior. Una mano invisible lanzó por los aires a los esqueletos que trataban de subir al piso de arriba. Los otros, parecían estar siendo estrangulados por una fuerza oculta. Los inseparables amigos, se habían abrazado atenazados por el terror que bloqueaba todo su cuerpo, y contemplaban con horror como uno a uno fueron cayendo todos los integrantes del grupo de abusones.

Un niño de escaso tamaño comenzó acercarse hacia ellos. No se desplazaba de forma normal, parecía flotar sobre el suelo. Su cuerpo era oscuro como la noche y tan solo se podían distinguir dos ojos rojos como el mismísimo sol. Se detuvo a unos escasos pasos de los dos chavales, cada vez más aterrorizados.

–¡Por favor no nos hagas daño! –suplicó Julián entre sollozos.

–Tan solo queríamos darle su merecido a esos fanfarrones –añadió Nicolás, tratando de mantener la calma– Jamás habíamos entrado en esta casa y no lo volveremos hacer. Te prometo que nos iremos y no le diremos a nadie nada Andrés.

La siniestra sombra del niño lo observó con detenimiento unos instantes. Una voz que parecía proceder de todos los sitios al mismo tiempo y de ninguno, se adentró en el interior de las cabezas de los chicos.

Habéis osado profanar mi casa y celebrar la noche prohibida. Pagaréis por ello como yo lo hice y seréis condenados eternamente. Desde este momento, me ayudaréis a que nadie en este pueblo maldito disfrute del día de Halloween.


A la mañana siguiente


El pueblo maldito situado en la sierra de Madrid amaneció con la noticia de la aparición de seis chicos del instituto colgados en el jardín de la casa abandonada, así como de Sergio asesinado de forma violenta. Nadie en el lugar se atrevió a decir nada y mucho menos a nombrar a Andrés. Los años siguieron pasando y ningún lugareño celebró jamás la noche de Halloween. Las casas se fueron vaciando, las familias marchando y la niebla perpetua cubriendo un cielo donde nunca lucía el sol, convirtiendo el pequeño enclave en un pueblo fantasma.

Nicolás y Julián jamás se les volvió a ver después de aquella noche. Cuentan las leyendas, que en la noche de Halloween, una niña de ojos azules vestida con un camisón blanco sigue paseando por las calles del pueblo disfrazada de fantasma.