viernes, 12 de mayo de 2017

Almas Perdidas

La lluvia continuaba cayendo de forma constante sobre las calles de Madrid. A pesar de encontrarse en pleno mes de mayo, el frío y la oscuridad se habían instalado en la ciudad, y no parecía tener intención de marcharse. El inspector Rubiera había pasado la noche en comisaría, tratando de encontrar alguna pista que le llevara a resolver el caso en el que se encontraba inmerso y que de tantas horas de sueño le estaba privando. Rebuscaba con insistencia entre la marea interminable de papeles que se amontonaban sobre su mesa, cuando la subinspectora Cuerva se presentaba ante él con dos cafés en sus manos, ofreciéndole uno de ellos. El inspector había perdido la cuenta del número de cafés que había ingerido en las últimas horas, pero igualmente lo aceptó de muy buen agrado.

  • Buenos días jefe – Saludó la subinspectora con rostro animado. He supuesto que no hizo caso de mis consejos de irse a descansar a su casa, por lo que le traigo un reconstituyente.
  • Gracias Andrea, me vendrá bien algo de cafeína – respondió el inspector.
  • ¿Algún avance en el caso? Preguntó la subinspectora, esperanzada en una respuesta positiva por parte de su jefe.
  • Nada, es como si esos niños se hubieran esfumado.

Ya eran diez el número de niños desaparecidos en los últimos meses en la capital. No había pista alguna sobre su paradero ni sobre quién podría ser el autor de dichos secuestros. No había pista alguna sobre la que poder investigar, sólo quedaba esperar una nueva desaparición y que surgiera algún detalle que poder investigar. La ciudad se encontraba aterrorizada y en sus calles se podía palpar el miedo. La policía se encontraba desesperada y sin saber por qué camino continuar.

  • Perdone señor – interrumpió un agente entrando en el despacho del comisario Rubiera. Nos acaban de informar de que ha desaparecido otro niño.
  • Gracias agente, prepare a los demás, nos dirigimos hacia allá – contestó el comisario.

Cogieron todo lo necesario, montaron en sus coches y pusieron rumbo hacia el lugar del suceso. El niño había desaparecido en el céntrico barrio de gran vía. El trayecto fue muy corto y las caras de tensión y preocupación de todos los agentes y, en especial, del inspector Rubiera, eran más que evidentes. Detuvieron sus coches a la altura del teatro Gran Vía, donde la calle permanecía cortada y el número de vehículos de policía era considerable.

Nada más bajarse del coche, el inspector Carlos Rubiera fue acosado por una maraña de periodistas deseosos de saber si el niño desaparecido era uno más de la ola de desapariciones que azotaban la ciudad. Sin responder a ninguna de sus preguntas y escoltado por sus compañeros, consiguió con dificultad alcanzar el interior del teatro. Tras interrogar a los diversos testigos del lugar, ninguno parecía haber visto por donde había podido irse el pequeño de apenas seis años, ni tampoco a ninguna persona extraña que pudiera habérselo llevado. Al parecer, el niño se encontraba de excursión con sus compañeros de clase, y en medio de todos aquellos niños y profesores, nadie había sido capaz de ver como alguien se llevaba al pequeño.

La policía científica había peinado el lugar en busca de algo que les pusiera en el camino correcto para poner fin aquellas desapariciones, pero nuevamente no obtuvieron resultado alguno. De nuevo parecía haberse esfumado el joven de seis años en medio de aquella muchedumbre. Una vez más, los agentes se encontraban desconcertados y angustiados ante la enrome falta de pistas, y la ausencia de sospechoso alguno. Sin embargo, cuando el pesimismo reinaba entre los agentes, uno de los niño que acompañaba al desaparecido, se acercó a la subinspectora Cuerva, asegurando que había visto al chico en compañía de un hombre de traje oscuro. El chico no había podido ver la cara del extraño ni nada que lo caracterizara salvo dicho traje. Lo que si había acertado a ver, era que ambos habían entrado en el baño del teatro.

Una vez terminó de hablar con el joven, Andrea se dirigió hacia el baño por el que había visto por última vez al niño en compañía del hombre trajeado. Nada más entrar en él, se percató de que la ventana estaba abierta y, al aproximarse a ella, observó un trozo de tela oscura desgarrada y enganchada en dicha ventana. En el suelo, pudo observar varias gotas de sangre.

Los equipos de la científica trabajaron sin descanso en la recogida de muestras para analizar para tratar de obtener los resultados lo más rápido rápido posible. Tras un periodo de tiempo que resultó interminable, los resultados obtenidos confirmaban que la sangre pertenecía a Sergio, el niño desaparecido, y que el trozo de tela pertenecía a un traje muy poco habitual. Dicho traje solo se hacían a medida en el histórico barrio del Madrid de los Austrias. Sin tiempo que perder, pusieron rumbo hacia la tienda donde se fabricaban dichos trajes.

Nada más llegar al lugar, Carlos y Andrea se percataron de que el establecimiento permanecía cerrado pese a que era una hora de la tarde en la que los comercios estaban abiertos. Además, el local tenía aspecto de llevar años cerrado. El inspector se acercó al cristal con la intención de observar en su interior. Su interior estaba lleno de polvo y abandonado, pero enseguida vio una figura alta y vestida con un traje oscuro. De inmediato, el inspector Rubiera desenfundó su arma y dio la voz de alarma a sus compañeros. Estos, abrieron la puerta de una fuerte patada, pero en su interior no había absolutamente nadie. En medio de aquel local abandonado y cubierto de polvo por el paso de los años, la estancia permanecía extrañamente cálida, como si fuese habitada habitualmente.

El día había resultado muy largo y muy poco fructífero en la investigación de las desapariciones, por lo que el inspector decidió enviar a sus hombres a casa para descansar y reponer fuerzas. El día siguiente iba a ser también muy duro y necesitaba a los suyos descansados. El también decidió ir a casa para descansar y darse una ducha que le ayudara aclarar sus ideas. Pero al amanecer, el móvil de Carlos le traía muy malas noticias. Otro chico de seis años de edad había desaparecido de su domicilio en el barrio del retiro.

La subinspectora fue la primera en llegar al domicilio. El niño había desaparecido en mitad de la noche de su dormitorio. Las ventanas permanecían cerradas y ninguna de las puertas estaba forzada. El resto de la familia no había oído ruido alguno. Andrea estaba desconcertada y revisaba la habitación en busca de alguna evidencia o prueba sobre la desaparición. Al acercarse al espejo que había en uno de los armarios de la habitación, algo la sobresaltó al mirar en dicho espejo. Detrás de ella, había un hombre alto con un traje oscuro saliendo de uno de los armarios que había situado detrás de ella. Rápidamente se giró al mismo tiempo que desenfundaba su arma reglamentaria. Para su sorpresa, detrás de ella no había nadie, salvo la puerta entreabierta del armario. Presa del pánico y del miedo, fue avanzando poco a poco hacía el armario sin dejar de apuntar con su pistola. Armándose de valor, abrió por completo la puerta del armario, encontrándolo vacío y con una extraña inscripción en el suelo echa con sangre:
¡ PYRO !

Habían analizado la sangre de aquella extraña inscripción, y confirmaba que pertenecía al David, el niño desaparecido. Pero seguían sin ninguna pista por la que poder continuar investigando. Tenían doce niños desparecidos, todos de seis años de edad y todos que parecían haberse esfumado de la faz de la tierra sin dejar ni un solo rastro salvo un poco de su sangre.

Todos los medios informativos y los periódicos locales y nacionales se hacían eco de las desapariciones. La ciudad entera se encontraba sumida en el miedo, y los padres apenas dejaban salir a la calle a sus hijos. La policía se encontraba enormemente desconcertada y en punto muerto. Revisaban una y otra vez toda la documentación y las pruebas obtenidas y no conseguían ver nada que los hiciera ponerse en la pista del autor de las desapariciones. Nadie parecía ser capaz de poner rostro al extraño hombre vestido con traje oscuro. Todos recordaban su traje y su gran altura, pero nadie era capaz de recordar un rostro o algo que pudiera caracterizarlo.

El inspector Rubiera no dejaba de darle vueltas a la extraña inscripción encontrada dentro del armario del último desaparecido. Estaba convencido de que había visto esa palabra escrita en algún lugar, por lo que se puso a rebuscar en todos sus antiguos casos. Después de revisar miles de documentos y de casos, y cuando estaba perdiendo la esperanza de obtener algún resultado de aquella corazonada, encontró la palabra. Según vio el caso, lo recordó perfectamente. Se trataba de uno de sus primeros casos como inspector, hacía ya unos varios años. Un niño de seis años de edad había desaparecido en extrañas circunstancias sin volver a saberse nada de él en el barrio de Chamberí. En la antigua estación de metro de Chamberí había sido encontrada una extraña inscripción echa con la sangre del niño desaparecido y que decía exactamente lo mismo que la encontrada en el armario en el domicilio del retiro.

Siguiendo una corazonada, el inspector cogió a la subinspectora y su vehículo y emprendieron el camino hacia la antigua estación. Por el camino, el inspector le fue contando todo sobre el caso de hacía años donde había visto la extraña palabra. Andrea no estaba muy convencida de la corazonada de su jefe, pero si reconocía que no podía ser casualidad la misma palabra y la misma edad del niño desaparecido.

Llegaron a la antigua estación, hoy día convertida en museo, bien entrada la noche. Lógicamente se encontraba cerrada al público, pero sin pensárselo dos veces y sin intención alguna de solicitar una orden, forzaron la entrada y se adentraron en las oscuras profundidades de la capital. El interior estaba muy oscuro, por lo que no tardaron en sacar sus linternas. Todo el recinto parecía tranquilo y vacío, pero apenas pasados unos minutos en su interior, un fuerte ruido los puso en tensión. Ambos desenfundaron sus armas al mismo tiempo, y apuntaron en dirección hacia uno de los túneles desde donde había procedido el fuerte golpe. Sumidos en el miedo y la oscuridad, ambos pistola en mano se dispusieron a entrar en dicho túnel.

Caminaban con gran precaución, la oscuridad era casi total y tan solo el haz de luz de sus linternas les permití ver a medida que iban avanzando. La tranquilidad era extraña y el silencio producía gran intranquilidad en los agentes. Habían caminado unos minutos que les habían resultado interminables, cuando el inspector Rubiera vislumbró con su linterna la silueta de un hombre de gran altura. Sin pensarlo dos veces, disparó hacia él varias veces, al mismo tiempo que continuaba avanzando hacia él. Pero cuando terminó de disparar, contempló como no había nadie.

Sin tiempo para nada, un gran grito femenino procedente de sus espaldas, volvió alterar al inspector, que nuevamente empuñó su arma y se giró en redondo hacia sus espaldas. Sin poder salir de su asombro, la subinspectora Cuerva no se encontraba ni junto a él ni detrás de él. Gritó su nombre sin parar y busco con su linterna desesperadamente, pero no había rastro alguno de ella, como si aquel oscuro túnel la hubiera engullido.

El inspector se dejo caer sobre sus rodillas, abatido por todos los acontecimientos. Estaba hundido, desesperado por la desaparición de su compañera y por el caso que lo estaba poniendo al límite. Rozando el abandono, al alzar la vista pudo contemplar un leve resplandor en uno de los laterales del túnel. Esperando encontrar a su compañera, se puso en pie y sin dejar de apuntar con su arma, se fue en dirección hacia el lugar.

Nada más llegar hacia él, se asomó con cautela y observó en todas las direcciones. Parecía una especie de habitación. Aquello puso aún más nervioso a Carlos, en medio de aquel túnel una habitación no era algo muy normal. Contó hasta diez y entró en dicha estancia apuntando con la pistola y gritando ! ALTO POLICIA !

Lo que contempló en el interior de aquella sala le hizo tambalearse, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener el equilibrio. Dejó caer los brazos, estando apunto de dejar caer su arma al suelo. Aquel lugar era una pequeña habitación iluminada únicamente por velas que formaban un enorme círculo. A los lados y dentro del círculo, se situaban trece camas sobre las que descansaban los cuerpo desnudos de trece niños. Horrorizado pudo contemplar como a todos ellos les faltaban los ojos y la lengua, y que a pesar de parecer permanecer dormidos, no presentaban signo alguno de vida. Carlos contempló horrorizado como en el suelo y en medio del siniestro círculo de velas, se encontraba la extraña inscripción grabada con sangre:

¡ PYRO !


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