La lluvia continuaba
cayendo de forma constante sobre las calles de Madrid. A pesar de
encontrarse en pleno mes de mayo, el frío y la oscuridad se habían
instalado en la ciudad, y no parecía tener intención de marcharse.
El inspector Rubiera había pasado la noche en comisaría, tratando
de encontrar alguna pista que le llevara a resolver el caso en el que
se encontraba inmerso y que de tantas horas de sueño le estaba
privando. Rebuscaba con insistencia entre la marea interminable de
papeles que se amontonaban sobre su mesa, cuando la subinspectora
Cuerva se presentaba ante él con dos cafés en sus manos,
ofreciéndole uno de ellos. El inspector había perdido la cuenta del
número de cafés que había ingerido en las últimas horas, pero
igualmente lo aceptó de muy buen agrado.
- Buenos días jefe – Saludó la subinspectora con rostro animado. He supuesto que no hizo caso de mis consejos de irse a descansar a su casa, por lo que le traigo un reconstituyente.
- Gracias Andrea, me vendrá bien algo de cafeína – respondió el inspector.
- ¿Algún avance en el caso? Preguntó la subinspectora, esperanzada en una respuesta positiva por parte de su jefe.
- Nada, es como si esos niños se hubieran esfumado.
Ya eran diez el número
de niños desaparecidos en los últimos meses en la capital. No había
pista alguna sobre su paradero ni sobre quién podría ser el autor
de dichos secuestros. No había pista alguna sobre la que poder
investigar, sólo quedaba esperar una nueva desaparición y que
surgiera algún detalle que poder investigar. La ciudad se encontraba
aterrorizada y en sus calles se podía palpar el miedo. La policía
se encontraba desesperada y sin saber por qué camino continuar.
- Perdone señor – interrumpió un agente entrando en el despacho del comisario Rubiera. Nos acaban de informar de que ha desaparecido otro niño.
- Gracias agente, prepare a los demás, nos dirigimos hacia allá – contestó el comisario.
Cogieron todo lo
necesario, montaron en sus coches y pusieron rumbo hacia el lugar del
suceso. El niño había desaparecido en el céntrico barrio de gran
vía. El trayecto fue muy corto y las caras de tensión y
preocupación de todos los agentes y, en especial, del inspector
Rubiera, eran más que evidentes. Detuvieron sus coches a la altura
del teatro Gran Vía, donde la calle permanecía cortada y el número
de vehículos de policía era considerable.
Nada más bajarse del
coche, el inspector Carlos Rubiera fue acosado por una maraña de
periodistas deseosos de saber si el niño desaparecido era uno más
de la ola de desapariciones que azotaban la ciudad. Sin responder a
ninguna de sus preguntas y escoltado por sus compañeros, consiguió
con dificultad alcanzar el interior del teatro. Tras interrogar a los
diversos testigos del lugar, ninguno parecía haber visto por donde
había podido irse el pequeño de apenas seis años, ni tampoco a
ninguna persona extraña que pudiera habérselo llevado. Al parecer,
el niño se encontraba de excursión con sus compañeros de clase, y
en medio de todos aquellos niños y profesores, nadie había sido
capaz de ver como alguien se llevaba al pequeño.
La policía científica
había peinado el lugar en busca de algo que les pusiera en el camino
correcto para poner fin aquellas desapariciones, pero nuevamente no
obtuvieron resultado alguno. De nuevo parecía haberse esfumado el
joven de seis años en medio de aquella muchedumbre. Una vez más,
los agentes se encontraban desconcertados y angustiados ante la
enrome falta de pistas, y la ausencia de sospechoso alguno. Sin
embargo, cuando el pesimismo reinaba entre los agentes, uno de los
niño que acompañaba al desaparecido, se acercó a la subinspectora
Cuerva, asegurando que había visto al chico en compañía de un
hombre de traje oscuro. El chico no había podido ver la cara del
extraño ni nada que lo caracterizara salvo dicho traje. Lo que si
había acertado a ver, era que ambos habían entrado en el baño del
teatro.
Una vez terminó de
hablar con el joven, Andrea se dirigió hacia el baño por el que
había visto por última vez al niño en compañía del hombre
trajeado. Nada más entrar en él, se percató de que la ventana
estaba abierta y, al aproximarse a ella, observó un trozo de tela
oscura desgarrada y enganchada en dicha ventana. En el suelo, pudo
observar varias gotas de sangre.
Los equipos de la
científica trabajaron sin descanso en la recogida de muestras para
analizar para tratar de obtener los resultados lo más rápido rápido
posible. Tras un periodo de tiempo que resultó interminable, los
resultados obtenidos confirmaban que la sangre pertenecía a Sergio,
el niño desaparecido, y que el trozo de tela pertenecía a un traje
muy poco habitual. Dicho traje solo se hacían a medida en el
histórico barrio del Madrid de los Austrias. Sin tiempo que perder,
pusieron rumbo hacia la tienda donde se fabricaban dichos trajes.
Nada más llegar al
lugar, Carlos y Andrea se percataron de que el establecimiento
permanecía cerrado pese a que era una hora de la tarde en la que los
comercios estaban abiertos. Además, el local tenía aspecto de
llevar años cerrado. El inspector se acercó al cristal con la
intención de observar en su interior. Su interior estaba lleno de
polvo y abandonado, pero enseguida vio una figura alta y vestida con
un traje oscuro. De inmediato, el inspector Rubiera desenfundó su
arma y dio la voz de alarma a sus compañeros. Estos, abrieron la
puerta de una fuerte patada, pero en su interior no había
absolutamente nadie. En medio de aquel local abandonado y cubierto de
polvo por el paso de los años, la estancia permanecía extrañamente
cálida, como si fuese habitada habitualmente.
El día había resultado
muy largo y muy poco fructífero en la investigación de las
desapariciones, por lo que el inspector decidió enviar a sus hombres
a casa para descansar y reponer fuerzas. El día siguiente iba a ser
también muy duro y necesitaba a los suyos descansados. El también
decidió ir a casa para descansar y darse una ducha que le ayudara
aclarar sus ideas. Pero al amanecer, el móvil de Carlos le traía
muy malas noticias. Otro chico de seis años de edad había
desaparecido de su domicilio en el barrio del retiro.
La subinspectora fue la
primera en llegar al domicilio. El niño había desaparecido en mitad
de la noche de su dormitorio. Las ventanas permanecían cerradas y
ninguna de las puertas estaba forzada. El resto de la familia no
había oído ruido alguno. Andrea estaba desconcertada y revisaba la
habitación en busca de alguna evidencia o prueba sobre la
desaparición. Al acercarse al espejo que había en uno de los
armarios de la habitación, algo la sobresaltó al mirar en dicho
espejo. Detrás de ella, había un hombre alto con un traje oscuro
saliendo de uno de los armarios que había situado detrás de ella.
Rápidamente se giró al mismo tiempo que desenfundaba su arma
reglamentaria. Para su sorpresa, detrás de ella no había nadie,
salvo la puerta entreabierta del armario. Presa del pánico y del
miedo, fue avanzando poco a poco hacía el armario sin dejar de
apuntar con su pistola. Armándose de valor, abrió por completo la
puerta del armario, encontrándolo vacío y con una extraña
inscripción en el suelo echa con sangre:
¡ PYRO !
Habían analizado la
sangre de aquella extraña inscripción, y confirmaba que pertenecía
al David, el niño desaparecido. Pero seguían sin ninguna pista por
la que poder continuar investigando. Tenían doce niños
desparecidos, todos de seis años de edad y todos que parecían
haberse esfumado de la faz de la tierra sin dejar ni un solo rastro
salvo un poco de su sangre.
Todos los medios
informativos y los periódicos locales y nacionales se hacían eco de
las desapariciones. La ciudad entera se encontraba sumida en el
miedo, y los padres apenas dejaban salir a la calle a sus hijos. La
policía se encontraba enormemente desconcertada y en punto muerto.
Revisaban una y otra vez toda la documentación y las pruebas
obtenidas y no conseguían ver nada que los hiciera ponerse en la
pista del autor de las desapariciones. Nadie parecía ser capaz de
poner rostro al extraño hombre vestido con traje oscuro. Todos
recordaban su traje y su gran altura, pero nadie era capaz de
recordar un rostro o algo que pudiera caracterizarlo.
El inspector Rubiera no
dejaba de darle vueltas a la extraña inscripción encontrada dentro
del armario del último desaparecido. Estaba convencido de que había
visto esa palabra escrita en algún lugar, por lo que se puso a
rebuscar en todos sus antiguos casos. Después de revisar miles de
documentos y de casos, y cuando estaba perdiendo la esperanza de
obtener algún resultado de aquella corazonada, encontró la palabra.
Según vio el caso, lo recordó perfectamente. Se trataba de uno de
sus primeros casos como inspector, hacía ya unos varios años. Un
niño de seis años de edad había desaparecido en extrañas
circunstancias sin volver a saberse nada de él en el barrio de
Chamberí. En la antigua estación de metro de Chamberí había sido
encontrada una extraña inscripción echa con la sangre del niño
desaparecido y que decía exactamente lo mismo que la encontrada en
el armario en el domicilio del retiro.
Siguiendo una corazonada,
el inspector cogió a la subinspectora y su vehículo y emprendieron
el camino hacia la antigua estación. Por el camino, el inspector le
fue contando todo sobre el caso de hacía años donde había visto la
extraña palabra. Andrea no estaba muy convencida de la corazonada de
su jefe, pero si reconocía que no podía ser casualidad la misma
palabra y la misma edad del niño desaparecido.
Llegaron a la antigua
estación, hoy día convertida en museo, bien entrada la noche.
Lógicamente se encontraba cerrada al público, pero sin pensárselo
dos veces y sin intención alguna de solicitar una orden, forzaron la
entrada y se adentraron en las oscuras profundidades de la capital.
El interior estaba muy oscuro, por lo que no tardaron en sacar sus
linternas. Todo el recinto parecía tranquilo y vacío, pero apenas
pasados unos minutos en su interior, un fuerte ruido los puso en
tensión. Ambos desenfundaron sus armas al mismo tiempo, y apuntaron
en dirección hacia uno de los túneles desde donde había procedido
el fuerte golpe. Sumidos en el miedo y la oscuridad, ambos pistola en
mano se dispusieron a entrar en dicho túnel.
Caminaban con gran
precaución, la oscuridad era casi total y tan solo el haz de luz de
sus linternas les permití ver a medida que iban avanzando. La
tranquilidad era extraña y el silencio producía gran intranquilidad
en los agentes. Habían caminado unos minutos que les habían
resultado interminables, cuando el inspector Rubiera vislumbró con
su linterna la silueta de un hombre de gran altura. Sin pensarlo dos
veces, disparó hacia él varias veces, al mismo tiempo que
continuaba avanzando hacia él. Pero cuando terminó de disparar,
contempló como no había nadie.
Sin tiempo para nada, un
gran grito femenino procedente de sus espaldas, volvió alterar al
inspector, que nuevamente empuñó su arma y se giró en redondo
hacia sus espaldas. Sin poder salir de su asombro, la subinspectora
Cuerva no se encontraba ni junto a él ni detrás de él. Gritó su
nombre sin parar y busco con su linterna desesperadamente, pero no
había rastro alguno de ella, como si aquel oscuro túnel la hubiera
engullido.
El inspector se dejo caer
sobre sus rodillas, abatido por todos los acontecimientos. Estaba
hundido, desesperado por la desaparición de su compañera y por el
caso que lo estaba poniendo al límite. Rozando el abandono, al alzar
la vista pudo contemplar un leve resplandor en uno de los laterales
del túnel. Esperando encontrar a su compañera, se puso en pie y sin
dejar de apuntar con su arma, se fue en dirección hacia el lugar.
Nada más llegar hacia
él, se asomó con cautela y observó en todas las direcciones.
Parecía una especie de habitación. Aquello puso aún más nervioso
a Carlos, en medio de aquel túnel una habitación no era algo muy
normal. Contó hasta diez y entró en dicha estancia apuntando con la
pistola y gritando ! ALTO POLICIA !
Lo que contempló en el
interior de aquella sala le hizo tambalearse, teniendo que hacer
verdaderos esfuerzos para mantener el equilibrio. Dejó caer los
brazos, estando apunto de dejar caer su arma al suelo. Aquel lugar
era una pequeña habitación iluminada únicamente por velas que
formaban un enorme círculo. A los lados y dentro del círculo, se
situaban trece camas sobre las que descansaban los cuerpo desnudos de
trece niños. Horrorizado pudo contemplar como a todos ellos les
faltaban los ojos y la lengua, y que a pesar de parecer permanecer
dormidos, no presentaban signo alguno de vida. Carlos contempló
horrorizado como en el suelo y en medio del siniestro círculo de
velas, se encontraba la extraña inscripción grabada con sangre:
¡ PYRO !